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Aquí os dejo una muestra de lo que voy escribiendo. Muchas obras se desarrollan en el espacio rural de la provincia de Álava, aunque aparecen otros lugares como Jaén o Madrid. Cuando vuelvo al pueblo, a veces me siento como un turista, pero estoy permanentemente, a pesar de que ese universo cambia constantemente. Lo mismo que yo: hoy no soy lo que fui, ni soy lo que seré.

Cuentos de aquí bajo la vida (relatos)

CUENTOS DE AQUÍ BAJO LA VIDA



JESÚS ORRUÑO PÉREZ DE AGUADO

ÍNDICE
EL MOLINO 1
UNA SONRISA DE SÍSIFO 7
BIENVENIDA 29
EL FIN DEL MUNDO 33
FIN DE SEMANA 41
HACIA ESAS VIDAS 69
LA SALA 77
LA OLLA 85
LA MUERTE DE UN ABOGADO 93
VIERNES 101
LUCES LEJANÍSIMAS 111
PALABRAS Y PALABROS 117








EL MOLINO

Primer Premio FACULTAD de RELATO CORTO 1998
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad de Jaén

Él y yo molíamos maíz. Menos mal que ya no teníamos que subirlo a caldero hasta la tolva del molino. El día de antes habían traído un sinfín nuevo. Era un tubo de metal azul cobalto. Habíamos hecho un agujero en el cemento del suelo, donde echábamos el gra-no. Con sólo darle al interruptor, el sinfín lo subía hasta la tolva. Úni-camente había que tener cuidado de que ésta no se llenara demasia-do y rebosara. Hacía mucho ruido, pero no era nada comparado con el que hacía el molino. A mí me parecía una especie de monstruo de metal, con su enorme nariz roja, por donde, si se levantaba la tapa, se veía pasar el grano hacia la hélice, con su cabeza en forma de pirá-mide invertida, con su boca vomitando polvo. Poníamos un saco de-bajo y lo atábamos con un cinturón viejo. Rugía con monótono es-truendo. Él me dijo algo que no comprendí. Cogió un saco de maíz y lo vació en el agujero. Volvió a decir algo. Lo comprendí sin entender sus palabras. Como la tolva se había llenado, desconecté el sinfín. El saco no se había llenado todavía. Él dibujó con el dedo un paisaje de palmeras sobre el polvo de la pared. Comprendí que quería irse de allí. Yo sólo pensaba en marcharme a estudiar a Vitoria. Ella no esta-ba allí, estaba armando pollos que antes habíamos matado y desplu-mado. Estaba en la cocina. La madre estaría en los dormitorios con su dolor de cabeza. El padre en Vitoria comprando mercaderías, ven-diendo género, empezando a ser grande. Nosotros estábamos mo-liendo maíz. De vez en cuando nos decíamos algo, pero el molino robaba nuestras palabras. Estábamos juntos, pero no podíamos ha-blar en nuestro idioma. Es que teníamos un lenguaje particular. El molino era molo, la mezcladora era claura, los pollos pultris. No era un lenguaje muy rico, pero era nuestro. De todas formas yo sabía lo que él estaba pensando : se iba a marchar a Haway, quizá viajaría a Hollywood a unos estudios, iba a ser ar. Ar era una palabra de nues-tro idioma. Pintó sobre el polvo de la pared un mapa de isobaras. Yo supe que iba a venir una invasión del norte, un frente frío tras otro empujados por una corriente en chorro desde el Ártico. Sería la ola de frío más terrible de todos los tiempos. Por entonces ya entendía sus mapas del tiempo, gracias a sus pacientes lecciones de meses atrás. Él no pensaba en lo que yo pensaba. De todas formas lo sabía. Pensaba que pronto desaparecería de allí. El colegio era mi salvación. En breve acabarían las vacaciones.
El padre estaba comprando más maíz. Le decía a Barandio que había ampliado la granja, que la iba a ampliar más aún. Producía ya dos mil pollos al mes. Le compraría mucho grano. Y a Barandio se le hacían los ojos chirivitas con este cliente. Iban a ser grandes. El padre conseguía los mejores precios. Ella estaba armando pollos con las manos ensangrentadas. Les doblaba las articulaciones de las alas de tal manera que quedaran plegadas a la espalda. Les cortaba las patas, les doblaba los muslos y los sujetaba con la piel del abdomen. Que-daban muy bonitos. Nadie sabía hacerlo como ella. Pero estaba deci-dida a no continuar así. Después de todo ya era mayor, tenía novio. Cualquier día le daría al padre la noticia de su partida. ¡Qué iluso si creía que iba a ser su secretaria ! Con su madre tampoco se entendía. Todo tan desorganizado. Esos modales de negrera. Ella no estaba con nosotros. Era mayor. No molía. El saco se llenó. Él soltó el cinturón, cerró la portezuela para que no saliera polvo. Pero no se podía tener así más que un momento. Si no, se atascaría. Puse otro saco. Lo até. Ella no pensaba en nosotros, pero siempre he creído que nos quería. En cambio mi madre me odiaba. Me mandaba, me regañaba, me pe-gaba. Yo no recordaba cuándo fue la última vez que me dijo palabras de cariño. Pero le dolía siempre la cabeza. Estaba entonces en el dormitorio. Había barrido. Había hecho la cama. Abrió la puerta del armario. Vio su vestido nuevo comprado tres años antes. Vio su úni-co abrigo, viejo. Odiaba a mi padre, que era grande. Pero ¿qué gran-deza había en su armario ? Abrió una cajita dorada que había sobre el comodín y se acordó de su madre, de su pueblo, que no era el nuestro. Me odiaba porque mi padre me defendía. Sin embargo amaba a mi hermano, que era el que más trabajaba, que no protesta-ba como yo, que estuvo a punto de morirse cuando tenía menos de dos años.
El motor del molino era gris, un cilindro ventrudo con los bor-des biselados. Se estaba ahogando. Él subió los tres peldaños de hormigón y desconectó el interruptor. Cuando esto ocurría, se escu-chaba el silencio intensamente y nos sentíamos felices. Pero no lo de-cíamos. Él abrió la puerta de la criba y sacó el grano, que se había acumulado en exceso. La puerta era como la cara, con la nariz pega-da. Al abrirla, se veían las tripas de metal, una hélice recia, un cilin-dro de hierro lleno de agujeros. Él dijo que había que cerrar un poco la trampilla del grano. Me mandó que lo pusiera en marcha de nue-vo. Le pregunté que cuándo íbamos a terminar, pero ya no me oyó. Echó otro saco al hoyo. Se sentó en un peldaño de hormigón y yo me senté a su lado. Luego fui al patio a beber agua y volví. Más tarde fui a orinar y volví. El maíz no se acababa nunca. Yo tenía una esperanza que iba a ser realidad. Él no. Por eso huía a Acapulco, a la tundra, a la sabana, a las cataratas del Niágara. Con todo, estaba decidido a ser ar o espía. Me dijo algo. Yo fui a buscar a mi madre y le pregunté si había que hacer mezcla. Me respondió que sí y se lo comuniqué a él, que no sé qué replicó. Pero más tarde comprobé que me había man-dado otra cosa : bajar al sótano y cerrar la llave de paso del pozo.

En la sala de moler, que también llamábamos el molino, repo-saban, unos contra otros, más de veinte sacos de harina. Ella había terminado de armar los pollos. Había limpiado la mesa. Había co-menzado a hacer la comida. Mientras molíamos, llegó el padre, pero el monstruo se tragó el ruido del motor del camión. Cuando entró por la puerta, dijo que estaba estragado, que tenía calor, y se sentó en el sillón de mimbre con un porrón de cerveza con gaseosa. No sab-íamos que él estaba en la cocina. La madre también estaba allí y tam-poco lo sabíamos. Mi hermano le temía, pero no quería odiarlo. El padre lo despreciaba : no era listo, no era fuerte, no sería grande. Sin embargo sí amaba a su madre, que le daba toda la ternura que le permitían sus jaquecas. Tampoco éramos conscientes de que estaban llamando a la puerta y de que el padre salió a abrir, de que eran los vecinos, inundados por el agua de nuestro pozo, el cual no tenía de-sagüe y cada vez que rebosaba se filtraba el agua por la pared de los colindantes, que vivían en una casa contigua, más abajo. No le insul-taron, pero le llamaron descuidado, negligente. No había derecho. Además tendría que pagar los gastos. Cuando le vimos aparecer, ru-gía más que el molino. No obstante lo desconectó. Nos insultó. Éra-mos una tragedia, sobre todo mi hermano. Su ruina. Aunque me sentía culpable me callé. Mi hermano y yo cogimos cubos para aliviar el agua. Cada uno de nosotros viajó desde el sótano hasta el nogal para achicarla. Le habíamos hecho perder veinticinco mil pesetas de aquellos tiempos.
No sabíamos lo que estaba pasando en la cocina. De vez en cuando oíamos la voz del padre, pero nosotros preferíamos escuchar el ruido del molino que, desconectado, seguía funcionando. Nos dol-ían los brazos y las manos, pero más nos dolía vernos como en cue-ros, de viaje interminablemente repetido entre el sótano y el nogal.
Él dijo : mañana me marcho a ser ar. Ella dijo : mañana me marcho con mi novio. La madre dijo : mañana me marcho para siempre. El padre dijo : veinticinco mil pesetas de pérdida ; así nunca seremos grandes. Y yo dije : menos mal que dentro de quince días se acaban las vacaciones. Pero nosotros no podíamos escuchar las pala-bras de los demás, porque el molino atronaba. Se iba llenando de polvo toda la granja, toda la casa.




Esto sólo es un relato. Si quieres seguir leyendo, puedes pedirme el resto por e-mail.

Nací en Vitoria. Empecé a escribir pronto. Continué dando recitales poéticos en los sitios más insospechados de Madrid. Después de tres poemarios, dejé la poesía: a casi nadie le interesaba. ¿Cuántos lectores de poesía hay en este país? Escribí algunos relatos. Luego terminé Filología Francesa, hice oposiciones a profesor de Instituto y viví en varios lugares de Andalucía y de Francia.

Se me ocurrió que de mayor querría ser abogado. Hice Derecho, pero cuando lo terminé, cambié de opinión. Había descubierto que la igualdad entre Derecho y Justicia es una de las grandes falsedades a que la humanidad está sometida. Nuevamente quise ser escritor y me puse a ello de nuevo.

He participado en múltiples actividades de todo tipo (demasiadas y demasiado heterogéneas), entre ellas he dirigido (y dirijo) revistas de centros de enseñanza ( La Revista Palabra, Artejaén ).

Me gano la vida como profesor de Francés de la Escuela de Arte "José Nogué" de Jaén. También doy clases en la UNED.

Ponte en contacto conmigo: orruorru@gmail.com